Después de 13 horas de vuelo llegamos a Lima con cansancio, 6 horas de jet-lag y mucha, mucha hambre.
En vez de tirar hacia el popular barrio de Miraflores donde suelen ir todos los turistas, optamos por un hostel en el tranquilo distrito de Los Olivos, al este del aeropuerto.
Nos las apañamos para llegar en una destartalada mini-van de ruta y, tras dejar las mochilas en nuestra habitación, salimos a dar una vuelta por el barrio en busca de algo que comer.
Nuestros pasos nos llevaron hasta un pequeño mercado local, a unas cuantas cuadras del hostel.
Allá, aparte de vender carne, frutas y artículos para el hogar, también tenían unos cuantos mostradores a modo de barra donde servían comidas caseras.
La cantidad de gente local que estaba comiendo en ese momento y las entrañables señoras peruanas que se movían entre los fogones nos convencieron para saciar allí nuestra ya alarmante hambre.
Nos sentamos en dos de los estrechos taburetes y una sonriente cocinera peruana se dirigió a mí: «¿Qué le pongo papi? Tengo seco, ceviche, causa, tallarín rojo, papa, frijoles…»
A mí se me hacía la boca agua sólo con oler lo que salía de aquellas cacerolas.
Un momento mas tarde tenía ante mí un enorme plato de aroz con frijoles y carne de cordero junto a un cuenco de ceviche recién hecho.
Deleitado por aquellos manjares entablamos conversación con aquella señora bajita y regordeta de detrás de la barra, que tenía pinta de llevar muchos años llenando gaznates tras los fogones.
Me dijo que se llamaba María y me dio el nombre de sus compañeras del comedero, los pequeños restaurantes que se apiñaban a derecha e izquierda.
Un joven peruano con las manos manchadas de grasa de motor se unió a la conversación y acabamos los cuatro riendo y bromeando entre ceviches, frijoles y vasitos de té helado.
Al acabar, la señora María nos cobró 13 soles (~4€) por dos deliciosos almuerzos, tan abundantes que casi no logramos terminar.
Nos despedimos del lugar con agradecimiento mientras un músico itinerante hacía sonar la flauta de pan un par de pasillos más atrás.
Caminando de vuelta hacia el hostel pude saborear aquella bienvenida con todos los sentidos.
El olor de los frijoles, el entrañable sonido de la voz de la señora María con el rondador de fondo, el delicioso sabor ácido y salado del ceviche, la textura de aquella carne jugosa y grasienta, la sonrisa de Sarah caminando de mi mano por las calles de Lima…
Sí, ya estaba de vuelta 😀
Volvía a VIVIR en mayúsculas, en absoluto, a grandes tragos.
Pero esta vez sin que echar de menos me doliera tanto, porque ella ya no estaba a 10.000 km sino a 5 cm.
Vuelvo al camino de desvío, lejos de la confort zone, el lugar donde se crece, donde ocurre la magia y justo donde ahora quiero estar.
Pero aún queda mucho por delante, porque esto sólo es el comienzo 🙂
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