Este es un conocido dicho popular alemán y se traduce como «La vida no es un establo de ponys».
Viene a recordarnos que en la vida no todo es siempre fácil y bonito, algo que no hay que olvidar cuando todo te sale bien.
Ayer despertaba en Chiang Rai dispuesto a cruzar la frontera hasta Laos con Daria, mi nueva compañera de viaje y también mi condiscípula en el noble arte del hitchhiking con las Crazy Russians.
Nuestro plan era bajar en barco desde la frontera hasta Luang Prabang y luego buscar alguna ruta de senderismo chula por esa zona.
Teníamos por delante una emocionante semana viajando juntos por Laos y muy buena complicidad como backpackers.
Manteniendo nuestro nivel de ‘flow kármico’ hispano-polaco de los últimos días, la primera pick-up que paramos aquella mañana resultó ser de una señora que se dirigía hacia Chiang Khong, justo la ciudad fronteriza desde la que pensábamos cruzar a Laos.
El día no podía empezar mejor. Nos pusimos cómodos en la pick-up y disfrutamos de aquella soleada mañana entre montañas tailandesas durante las dos horas que duró el viaje.
Al llegar al puesto fronterizo tailandés le pusieron algunas pegas al pasaporte de Daria por caducar dentro de 5 meses, cuando el mínimo válido es de 6.
Pero finalmente nos dejaron pasar y ya estábamos con un pie dentro de Laos.
Tomamos un bus para cruzar la tierra de nadie entre puestos fronterizos, nuestro primer bus en 10 días y porque nos obligaron. Si no, habríamos ido a dedo, конечно!
En el puesto fronterizo de Laos entregamos el papeleo del visado y esperamos unos interminables diez minutos.
Entonces salió un tipo con camisa de la oficina de inmigración para hablar con nosotros. Pensé: «Bueno, nos darán la charla de los 6 meses de validez de pasaporte, les lloraremos un poco y solucionado».
Pero el hombre se puso serio, nos dió diez minutos de amables explicaciones y zanjó el asunto con un «I’m very sorry, but she can not cross to Laos».
Estaba tan acostumbrado a nuestro buen flow que aquellas palabras me golpearon como un mazazo en el estómago.
Pero yo ya tenía mi visado de Laos pagado y sellado, así que no me quedó más opción que despedirme de Daria con un abrazo y cruzar la frontera en solitario mientras ella se volvía a Tailandia.
Al salir del puesto de inmigración y caminar por la carretera hacia el próximo pueblo me invadió una terrible sensación de soledad.
Yo disfruto mucho viajando solo, pero durante los últimos diez días me acostumbré a disfrutar y compartir mis experiencias con otros amigos en ruta, y además Daria era una compañera de viaje excepcional.
Así que en ese momento, allí solo bajo el sol en mitad de la carretera, me sentía cansado, desorientado y muy muy triste.
No tenía ganas ni de hacer autostop, asi que paré un taxi y me acercó al pueblo más cercano.
El plan de pasar 2 días en el barco ya no me resultó tan interesante, así que compré un billete de bus para esa misma noche hacia Luang Prabang, en el centro-norte de Laos.
Tras doce horas de autobús con curvas, frío y más curvas, llegué a Luang Prabang a las 4 de la mañana.
Caminé en plena noche según el camino que me indicaba el gps del móvil y llegué hasta un puente de bambú de unos 50 metros que cruzaba el río hasta el centro de la ciudad.
Sin embargo, al llegar casi a la mitad del río, me di cuenta de que el puente estaba sin terminar.
Un tramo central de unos 5 metros de largo apenas tenía un par de gruesos y resbaladizos troncos de bambú, pero nada donde sujetarse ni suelo donde apoyarse.
Pensé en dar la vuelta, pero el próximo puente estaba a unos 2 kilómetros y yo ya estaba demasiado cansado, hambriento y cabreado como para dar la vuelta.
Así que tomé la solución menos sensata: arrastré un par de gruesos troncos de bambú desde la orilla y los coloqué en la estructura a modo de barandillas, sujetos con una cuerda.
Probé su resistencia con las manos y crucé lentamente con mi mochila de 10 kilos a la espalda, mientras la estructura temblaba bajo mis pies y se escuchaba el sonido del agua bajando por el río en mitad de la noche.
Tras cruzar aquellos 5 metros llegué seco a la otra parte construida del puente y de allí caminando hasta el centro de Luang Prabang.
Pero todavía eran las 5 de la mañana y no había ni un alma por la calle. Pregunté en un par de guest houses de camino, pero debí aterrizar en la zona pija y los precios iban de 25$/noche para arriba.
Así que mandé al universo a tomar por culo y me tumbé en un soportal de la calle con la mochila, a dormir en plan mendigo hasta que saliera el sol.
Desperté una hora más tarde, cuando los monjes budistas del monasterio de enfrente salían a por sus limosnas matutinas.
Yo fui a tomar una sopa caliente mientras buscaba alojamiento barato desde el WiFi del restaurante y me recuperaba de aquel negro día.
Ahora pasaré unos días por el centro de Laos y la semana que viene regresaré a Bangkok para poner fin a este intensísimo viaje.
La soledad sigue presente, pero hoy ya no duele tanto.
•••••
Si la vida fuera una peli de aventuras o una serie de Paramount Comedy, Daria y yo estaríamos ahora bajando el Mekong en barca, recordando entre risas cómo convencimos al oficial de inmigración para poder cruzar a Laos.
Si la vida fuera un drama de Antena3 a la hora de la siesta, yo habría acabado empapado en mitad de la noche, magullado por los golpes contra el bambú y con mi mochila en el fondo del río.
Pero la vida no es ni lo uno ni lo otro. No tiene guión adaptado, ni línea editorial, ni montaje del director.
La vida es como es, con sus momentos buenos y malos.
Y lo mejor que podemos hacer es disfrutar de unos y aprender de los otros.
***
PD: Esta foto es del puente inacabado que crucé en plena oscuridad a las 4 de la mañana. Regresé esta tarde para verlo a la luz del día y ver cómo lo terminaban de montar.
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