Desperté a las 4 y media de la mañana, cuando la noche aún era cerrada y apenas se distinguía la silueta de las montañas a mi alrededor.
Preparé una mochila ligera, tomé un rápido desayuno de pan y plátanos y salí de nuevo hacia las ruinas de Choquequirao.
A cada minuto el cielo iba clareando, mostrándome un cielo despejado y las montañas nevadas al fondo. El valle a la luz del alba se mostraba todavía más espectacular.
Recorrí el mismo camino del día anterior y a las 7 llegué a las ruinas incas. No había ni un alma por allá, el silencio que reinaba en el lugar resultaba sobrecogedor.
Subí directamente al Aillu, el mirador en lo alto de la colina desde donde se tenía la mejor vista, y una vez allí sencillamente me dejé maravillar por la belleza que me rodeaba.
El día anterior había sacado ya suficientes fotos, así que aquella mañana dejaría a un lado la cámara y me dedicaría a disfrutar del lugar sin prisas.
Pasé casi una hora en el mirador embriagándome del viento, las nubes, el río, las montañas y toda aquella naturaleza viva tan impresionante que me rodeaba.
Luego salió el sol (cosa que agradecí) y los mosquitos empezaron a dar por culo (cosa que no).
Así que bajé a la zona de las terrazas de las llamas donde aún daba sombra. Allí también estaba yo solo con unas vistas impresionantes del valle.
Aproveché aquella soledad y belleza del entorno para meditar unos minutos como me enseñaron en el Vipassana. Y, créeme o no, sentí una energía brutal que emanaba de aquella montaña.
Cuando dieron las 10 pensé que ya había tenido suficiente dosis de Choquequirao y regresé al poblado de Marampata, con una paz de espíritu pese al cansancio que me sorprendió.
Ya en el poblado recogí la tienda de campaña, hice la mochila, comí algo y salí de allí despidiéndome de aquella adorable familia andina que me había hospedado.
Comencé la bajada y empecé a cruzarme con otros caminantes que subían. Yo aprovechaba para darles ánimos y algún consejo a la hora de visitar las ruinas.
El camino tenía una pendiente muy pronunciada y mis hombros y rodillas lo notaron cada vez más. Aún así agradecí el estar bajando en vez de subiendo aquella cuesta infernal.
Era curioso ver a los caminantes en la lejanía, con sus mochilas y sombreros, recorriendo aquel sendero como hormiguitas de colores.
Tras tres horas de bajada (1.400m de desnivel en sólo 4 km, ojo) llegué por fin al río y crucé aquel puente colgante que tan poca confianza me dió un par de días antes.
Al otro lado estaba el camping de Playa Rosita y el destino quiso que me encontrara con un par de españoles que había conocido en el hostel de Cuzco.
Estuvimos charlando un rato y yo continué mi camino, esta vez salvando 400m de desnivel hasta el hospedaje de Chisquica, mi última parada del día.
Exhausto pero feliz de haber llegado me puse a montar la tienda con rapidez antes de que oscureciera, pero entonces escuché un «clac!» y vi que una de las varillas de la tienda se había partido. Genial, broh.
Hice un apaño para aguantar la noche mientras el cielo amenazaba lluvia inminente y los mosquitos y hormigas no paraban de picarme.
El apaño funcionó y fui directo a darme una ducha.
Los baños de aquel lugar eran muy… precarios, pero mi cuerpo agradeció un chorrazo de agua helada tras el largo y caluroso día.
Para la cena tomé una sencilla sopa de pasta con papas preparada por la señora del lugar y tras pagar mi estancia y un lavado de dientes caí rendido en el saco de dormir.
Mi último pensamiento antes de perderme en un profundo sueño fue: estoy VIVO 🙂
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