El despertador sonó a las 6 menos cuarto de la mañana. Todos dormían en la sala común del Namaste House, así que recogí mis cosas rápidamente y salí en silencio dejando una nota de agradecimiento y despedida.
Caminé por las calles empedradas mientras la ciudad de Cusco despertaba poco a poco.
Una señora vendía panecillos rellenos en una esquina mientras dos chicos abrían la persiana metálica de su tienda de souvenires.
Resultaba algo sobrecogedor pasear por entre las estrechas calles y los muros incas, a esa hora casi vacías y sin más turistas que algún despistado recién llegado del bus nocturno.
El silencio, sólo roto por mis pasos sobre la calle empedrada, se combinaba con el frescor de la mañana y la tenue luz del alba para darle a la escena un aire dramático y emotivo.
Mis pasos me llevaron hasta una ancha avenida desde la que partían las ‘combis’ o furgonetas hasta la ciudad de Curahuasi.
Ocupé mi asiento junto a la ventana al lado de dos jóvenes chicas peruanas y delante de tres señoras mayores con ropa, peinado y aspecto de indígenas.
El trayecto fue apacible y digno de disfrutar. El conductor tenía bastante pericia para tomar con suavidad las cerradísimas curvas que encuentras en todas las carreteras andinas.
Me comí mis bocadillos de huevo con aguacate y tres horas más tarde llegamos a Curahuasi.
Prácticamente salté de la furgoneta a un coche que salía en ese momento hacia Abancay.
Este conductor no era tan diestro al volante y empecé a marearme con tanta curva y desnivel.
A mi lado se sentaba un hombre con su hijo de 4 o 5 años. Cada cinco minutos el padre le acercaba una bolsa de plástico al crío para que desahogase sus arcadas. Parece que a él también le afectaron las curvas.
A las 11 de la mañana me dejaron en el desvío de Cachora. Un par de taxistas se acercaton a mí ofreciéndome un viaje hasta el pueblo a precio desorbitado, así que les negué la oferta con una mueca y comencé a caminar hacia el pueblo que tenía como destino.
No pasaron ni dos minutos cuando giré la cabeza al escuchar un enorme camión que venía hacia mí.
Sin pensarlo dos veces le hice un gesto para que parase y subí a la cabina. El conductor se dirigía a Cachora igualmente, así que compartimos la bajada hasta el valle conversando sobre España y Perú para olvidar las interminables curvas del camino.
A través del parabrisas emergió el pueblo hundido en un verde valle donde dormiría aquella noche: San Pedro de Cachora, punto de partida de la ruta hacia Choquequirao.
Agradecí el viaje al conductor, bajé del camión y caminé hasta la Plaza de Armas.
Allí vi a un hombre mayor con indumentaria de montaña y le pregunté por un alojamiento barato en el pueblo.
Me recomendó un hospedaje a pocos metros de allí por 15 soles la noche y me dirijí al lugar que me indicaba.
Una sonriente y oronda señora peruana me recibió amablemente y me mostró mi habitación, así como el equipo de acampada que ofrecía en alquiler para mi ruta: tienda, saco y esterilla.
Acordamos un buen precio por todo el equipo más el hospedaje y me relajé un rato en la habitación. Eran las doce de la mañana y ya había cumplido con mis objetivos del día.
Ahora podía relajarme y descansar para la dura etapa que me esperaba al día siguiente.
Pasé por una pequeña tienda y compré algo de pan, plátanos y tomates para la ruta.
Luego me acerqué a la plaza del pueblo y estuve un rato conversando con un par de chicos argentinos que se dirigían a Machu-Picchu caminando en una ruta de 9 días.
Sus mochilas eran igual de grandes que yo y probablemente más pesadas.
Entonces me senté a admirar las montañas nevadas en el horizonte y me di cuenta de que aún tenía mucha tarde por delante.
Impulsivamente me levanté y comencé a caminar por la ruta indicada hacia Choquequirao. Al menos quería tener claro el camino durante los primeros kilómetros.
Continué por el sendero marcado durante hora y media, y durante ese tiempo apenas me crucé con un par de chicos peruanos arreando mulas. Cero turistas, buena señal 😉
Cuando comencé a sentir el cansancio decidí regresar, aunque por el camino aproveché para agarrar un par de palos a modo de bastones que seguro me iban a ayudar al día siguiente.
De regreso ya en Cachora me senté bajo un arbol de la plaza a disfrutar de la puesta de sol tras las montañas nevadas, pelando distraídamente mi bastón con la navaja mientras llegaba la hora de cenar.
Ese momento de tranquilidad de pueblo, con más sonidos de naturaleza que de civilización, yo conmigo mismo fente a las montañas… Fue algo único.
A las 7 en punto estaba en una de las pocas casas de comidas abiertas en estas fechas de temporada baja.
Al entrar en el patio interior me embriagó el delicioso olor que salía de un enorme puchero puesto al fuego.
Al rato me senté en una de las dos mesas que había y me sirvieron una deliciosa sopa espesa de verduras y un enorme plato de arroz con carne y patatas. Justo lo que necesitaba para saciar el hambre que hacía rugir mi estómago desde hacía un par de horas.
Disfruté de aquel festín andino y casero charlando animadamente con un jefe de obra peruano sentado a mi lado.
Pagué los 5 soles de la cena y ahora regresé al hostal a terminar con los preparativos y dormir profundamente para recargar energías.
Mañana tengo una dura ruta por delante, pero este primer día en Cachora ha sido espectacular.
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